Nuestro himno

En 2008, unos años antes de que fuese creada nuestra Fundadción, el que luego sería nuestro Presidente de Operaciones, Melgibson, publicó un libro de poesía extraordinario en el que rendía un sentido homenaje a sus testículos. El libro se titulaba «Mis ovoides, siempre mayestáticos» y entró por derecho propio en la historia de la lírica española, pues concentraba lo mejor que se puede escribir desde lo más profundo del calzoncillo. La influencia de Melgibson en los poetas actuales ha sido incuestionable ya que esboza un estética impactante, pero susurrada al oído, en tono íntimo y si se quiere, sobrecogedor. Como sólo un superdotado puede hacer, Melgibson escribe estrofas llenas de colores vistosos y emociones a flor de piel, que nos hacen meditar profundamente sobre la creación poética, el hombre y lo que lleva colgando. Su obra es sonora y magnífica, hija del arte, cadenciosa y mayestática a un tiempo; nos lleva por senderos inexplorados, a los que llegamos seducidos por su armonía; nos despierta con ideas brillantes nacidas de la más noble fantasía y nos impresiona sin jamás ceder en su empuje ni desvanecerse.

Dentro de aquel inolvidable libro de Melgibson, destaca el poema «Porque los llevo colgando, me se han hecho inseparables», en el que el autor alcanza el cénit de la emoción poética. La Fundación Calzoncillos sin Fronteras ha decidido que ese poema es nuestro himno, y será recitado en todos los actos oficiales que organicemos. El poema dice así:

Yo tengo dos pelotones.
Son muy bravíos, a la par que esféricos.
Entonces digo que su radio de curvatura es prácticamente constante
porque me los midió mi primo que es carpintero
con una cinta métrica bien calibrada
que mangó en el Leroy Merlin.

Algunas chicas no me dejan insertar,
son sólo unas pocas,
el 99% aproximadamente,
o quizá alguna más, pero con el resto,
mantengo unos registros espectaculares.
Soy un lince.

El gatopardo.
Yo estaba jiñando en la agreste campiña,
agachadito tras la floresta,
cuando sigiloso me se acercó
el miserable felino por la espalda.
Despreocupados mis ovoides,
colgando libres al aire de la tarde,
refrigerándose voluptuosos por convección natural,
mientras se acercaba en silencio, cada vez más
el cruel gatopardo.

El zarpazo hiriente, certero en mis bolsas escrotales,
y ese Melgibson que arranca y corta el aire con un grito aterrador,
presos sus ovoides en las garras insaciables
de un animal despiadado que no suelta.
Esto sí que es pupita, jolines,
por no decir caracoles, término sensiblemente más ofensivo
que procuro evitar siempre.
Yo no era casi nada cuando por fin se fue
dicho gatopardo.

Mis ingles, siempre sofisticadas.
Acabo de hacerme en las pelambreras inferiores un recogido muy cuco
y me he puesto, no sin esfuerzo, una peineta rojigualda
en honor de la Selección Española de Natación Sintonizada
que tantos días de gloria ha dado a nuestro país
con esa Gemma Mengual que quita el sentío.
Me pongo en pie entusiasmado y con emoción contenida agarro mis ovoides
para gritar a los cuatro vientos «Viva Honduras», perdón, «Viva España».

Los calzoncillos del Caprabo socavan mis ovoides.
Son de una felpa muy abigarrada, enjundiosa,
y a resultas del rozamiento,
me los cargan de electricidad estática, y entonces,
se rebelan y se pelean entre ellos.
Últimamente anda más fuerte el derecho,
pero creo que el izquierdo no ha dicho entodavía
su última palabra.
Desapruebo este ambiente de crispación
entre mis ovoides.

El veterinario de Arnedo no me respeta.
Me los oprime cuando voy con dolor de garganta,
dice que es para equilibrarme el centro de gravedad,
pero me da unos tirones en la cola
que me deja pensativo.
Intuyo que a este cabrón le han dado el título
en una tómbola.

Mi disfunción eréctil, siempre inoportuna.
Esto no me gusta contarlo pero voy a hacerlo
en aras de la transparencia,
que es cuando no hay persianas,
y se puede ver a través de las cosas opacas.
Aquello me ocurrió con Mari Puri La Estruendosa.
Tenía yo preparada una cena romántica,
venga de mortadela y berberechos, pan Bimbo -que no falte-,
y también mantel con velas (y un extintor a mano, por si acaso).
Después de cenar, fui a lucirme, pero
no sé si me sentaron mal los berberechos, el extintor o qué,
el caso es que me quedé encogidillo, sin reprís.
Lo peor fue que Mari Puri se lo contó a su marido
y eso lo veo moralmente muy mal.

En la noche oscura de mi alma he soñado
con un mundo mejor, más agradable.
Estaba todito lleno de suecas, y había una,
Antoñita Gústafsson,
que no quitaba ojo a mi periscopio,
espectacular donde los haya.
Esto es porque las suecas son muy jodías,
y en general, todo lo que viene de Copenhague.

Mi sequedad vaginal,
siempre angustiosa.
Yo creo que esto no es cosa mía,
pero me ha dicho mi novia que lo ponga
y no quiero buscarme una ruina
con esa fiera.
Ésta es capaz de sacudirme con el rodillo de amasar pan, o peor aún,
con la furgoneta de transportar pan,
sólo por no hacerle caso.
Pero tiene buen fondo,
la hijaputa.

Cada vez que me nombran al gatopardo
me se saltan las lágrimas.

Mi trabuco impresiona.
Me lo ha dicho Paquita Contreras, que estudió en Ursulinas
y ha visto de todo.
Yo no me doy importancia y lo dejo colgar libre,
gravitabundo,
como peinado por el viento.
El otro día me lo pillé con la tapa del piano,
en una operación rutinaria de mantenimiento,
tratando de afinar el re sostenido,
que se sostuvo,
no así la tapa.
Dios mío, no lo quiero de recordar, no lo quisiera:
una tapa que se cierra violentamente de improviso
y ese Melgibson que arranca y corta el aire con un grito aterrador
y desde ya decide orientar su afición musical
hacia la guitarra española, siempre bravía
y claramente menos peligrosa.
Advierto a los muchachos bien dotados que se absengan de manipular
instrumentos musicales con tapa.

Tampoco resulta aconsejable
meter la cola en un cuadro eléctrico: es peligroso.
Yo lo he probado y puedo dar fe de que no todos tienen
protección diferencial.
Penita de instalaciones eléctricas que no cumplen adecuadamente
el Reglamento Electrotécnico de Baja Tensión.

Mis bolsas escrotales,
siempre enjundiosas.
Yo no quiero presumir, no, que opinen los demás pero,
cada vez que las contemplo me parecen
verdaderamente hermosas.
Creo que voy a sacarles una foto
para ponerla en el cuarto de estar, y también,
como fondo de pantalla en el ordenador,
algo con buen gusto y elegancia
para que mis padres estén orgullosos.

A veces pienso que no merezco mis ovoides, tan grandiosos,
¿qué habré hecho yo en esta vida para gozar de tal privilegio?
Es cierto que una vez, sería al alba,
ayudé a mi madre a abrir un bote de tomate Orlando
que estaba muy duro,
pero aparte de esa hazaña,
no recuerdo otras de similar envergadura.

Mis erecciones, siempre ampulosas.
Yo es que no tengo término medio.
Por las mañanitas, cuando me incorporo,
estoy muy bravío,
asombra la exultante verticalidad de mi rabilargo.
Me vengo arriba, no sin estrépito;
suelta, Mari Pili, suelta por Dios,
tú siempre quieres tener
la sartén por el mango,
pero yo no soy una sartén.
Joder, qué tirones pega esta chavalota.
A menudo me recuerdas
al veterinario de Arnedo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes de lejos y mi voz no te toca.
Ya sé que esto lo escribió Pablo Neruda, pero lo pongo
porque ese señor está muerto,
y ya no puede ponerme una demanda, el animal.
Hay días en que no está uno
ni para estudiar el algoritmo diferencial cuántico de Newman-Plotowsky.

Mis calzoncillos,
siempre sobrecargados.
Yo lo achaco al calentamiento global del planeta,
que dilata mis perímetros escrotales, y por tanto
aumenta la masa suspendida,
como viene siendo habitual desde Arquímedes,
que era muy observador y no se le pasaba una.

Se me puso tiesa en agosto, sí, lo reconozco.
No hubo premeditación por mi parte, fue un impulsivo,
pero al hablar con aquella chica tan inteligente
y con ese par de tetas,
que yo ni me fijé ni nada,
aquello se puso cuesta arriba
y venga de emerger.
Me emociono al recordar esos momentos
porque soy un romántico incurable.

Mis escarceos homosexuales,
siempre pintorescos.
Por hacerle un favor a Jordi de Tortosa,
que me regala en Navidad un cava excelente,
me puse detrás y pasé un buen rato dale que te pego
aunque no terminé de sacarle chispa.
Al menos yo estaba de pie y no me fastidié la espalda,
cosa que nunca está de más desde el punto de vista de la ergonomía,
pero Jordi se quejaba después de la zona lumbar.
Eso le pasa por ser
maricón perdido.

Mari Pili Torresnos, amada mía,
rayo de incesante luz que ilumina mi despertar,
tú sabes
que no paso ni cinco minutos sin pensar en ti,
que mi corazón seguirá latiendo mientras sienta próximos los latidos del tuyo,
que tan sólo concibo mi existencia si es para adorarte. Mari Pili,
te quiero más que a mi vida, pero por tus muertos,
no me traigas a casa
un gatopardo.

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